domingo, 3 de agosto de 2025

El Niño y la Barca

Primera parte

Hernando Padre y Hernando Hijo se encaminaban rumbo a La Chingada. El infante, que no contaba más de diez fríos inviernos, dudaba del padre. Dudó cuando con prisa y ansias entró en su recamara, hacía ya tanto tiempo, con los ojos desubicados y la boca torcida. Recuerda cómo de sus grandes manos corrían ríos de sangre. Le dijo con una voz apurada, desconocida, que les había llegado el tiempo. 

    —Sólo nos quedan nuestras malditas almas, hijo mío —le confesó en penumbras. 

    Hernando Hijo se convenció de que el inocente velo, el resguardo al terror de su inocencia, se había fugado debajo de la cama. De los armarios nunca temió, ni de los espejos. Si algo sabía, si algo creía saber, era que él y su padre no tenían alma. Nunca la tuvieron.  

    Antes de abandonar la vieja casa, esa misma en la que su madre se acabó el alma por edificar, volvió la vista para admirarla una última vez. Nunca creyó que su padre la hubiera amado, y por esto mismo maldijo su existencia y su herencia al verla con los ojos muertos, la boca entreabierta, dejando escapar un hilo de sangre. Se habría alarmado, de no haberle visto nadar en la misma. Se ahogaba el alma en sus venas expuestas.  

    Tanto había pasado, sin embargo, entre el recuerdo de su madre muerta y los pasos que por entonces daban. Hernando Hijo se convenció de que ya nada le dolía, de que ya nada podía dolerle. Y empezó a albergar un odio y rencor inusitado hacía su padre, Hernando. Un odio que competía con el horror y miedo que le evocaba su maestría con la palabra.

    El camino a La Chingada parecía un mero cuento, uno al que Hernando Padre se aferraba con la fuerza del diablo. Prometió, en acto desesperado, que llegarían. No supo decir cuándo, eludió tal respuesta asegurando que era indefinible. 

    En frenesí, confiado de su vasta elocuencia, sentenció que se llegaba a pie. Que lo que les aguardaba era duro, insufrible. Que de nada importarían los reclamos, las pataletas; pidió que se guardaran las dudas, el miedo, y que se evoque la fuerza que por derecho les pertenece. 

    Con los ojos relucientes, una voz prestada, prometió lo imprometible como honorarios. La infancia, con medidas reservas, siempre albergó la duda.  

    Al llegar, Hernando Hijo no terminaba de figurar si habían recorrido medio mundo. Si La Chingada, tal vez, quedaba más allá de eso. Las palabras de Hernando Padre, pese a su grandilocuencia, nunca las creyó. No del todo y no desde el inicio. 

    Al dejar atrás el viejo barrio de Santo Domingo y emprender la andada rumbo al Sur, la vida misma le pareció una pinche broma. Pero siguieron caminando, dejando atrás la ciudad, adentrándose en paisajes que jamás creyó imaginables. Y cómo nunca los creyó, ahora los ha relegado al olvido.  

    Recuerda, con estremecimiento, el lejano monte bajo un sol de sangre. Todavía se pregunta qué criatura alada sería esa, que figuraba comerse una serpiente de tripas y huesos. Algo en aquel cuadro lo llamó, lo recuerda de manera nítida. Pero Hernando Padre, con ingenio, lo diluyó en dirección al Oriente. 

    Y de nuevo las memorias se difuminan, se duermen, y Hernando hijo no sabe qué vieron sus pasos antes de saberse, fascinado, rumbo al otro lado del mundo.  

    En ese viaje, memora Hijo, recordó mejor que nunca la tediosa frase de su padre, Hernando: “de todo duda y cree un poco”. 

    Y al verlo hablar con el posadero de La Chingada, con esa misma gracia y elocuencia con la que se ganó el favor de nuestro viejo mundo, con la que convenció a unas pobres almas a embarcarse más allá, al verse ahí, frente a La Chingada, Hernando Hijo comprendió el peso de su oración.

    Dudar es muy difícil, pero creer lo es todavía más. 

    El nombre del pueblo ha permanecido en la ignorancia y así seguirá siendo. A Hernando Padre poco le interesaba aquel lugar, lo mismo las viejas promesas que en antaño le había hecho a su hijo, Hernando. Lo único que anhelaba era comer un plato caliente y beber algo que avive a las almas; el resto sería un sueño. Eso y nada más.  

    Cuando el posadero preguntó el motivo de su visita, Hernando Padre supo a bien maquillar la verdad. Y aunque no miró en ningún momento a Hernando Hijo, éste hizo oídos sordos y cabeza mansa al afirmar, Padre, que la ruina los había alcanzado al su mujer robarle todos sus bienes y huir como una bruja. 

    Nada se mencionó de la sangre, ni de los ojos con la vida extirpada. Todavía circulaban con fuerza en la memoria de Hijo, que nada más asentía con la cabeza, ausente. Se le iba la existencia, se le escapaba, en la gran choza que se abría para sus almas.  

    Hernando Padre agarró la mandíbula para que no se diera contra el suelo; se le caía la boca de la sorpresa. Habían llegado a mediodía y no había mucho por hacer. La cena iba a tardar. 

    Una vez dentro, Hernando, Padre e Hijo, corrió a echarse un buen coyotito. Durmió lo suficiente para que pasaran, tal vez, mil días con sus respectivas mil noches; con las vidas y sus pormenores. A lo mejor más, a lo mejor menos. 

    Hernando Hijo creía, o dudaba, que el sueño jamás terminó, que acaso el camino recorrido fue parte de éste. Pero llevaba tanto sin cerrar los ojos que había olvidado cómo hacerlo. Temía volver a su vieja recámara, a su otra vida. Al otro nombre. Y Padre, cansado, llevaba tanto rendido al peso de sus párpados. Cada palabra, cada acto, cada aliento tenía como fin volver a dormir, volver a soñar. Volver a vivir.  


Segunda parte

A la vieja posada yo acudí por pacto. La tal Bruja me había prometido un alma a cambio de mi favor. Y es sabido cómo está el negocio de las almas ahorita, y lo complicado que es escribir algo con alma propia. Además, mi padre explotó en rabia al no ver mis adelantos. Sin pensarlo mucho, acudí al encuentro.  

    He de admitir que apenas recuerdo los rostros y que los nombres han sido impuestos por mí. La historia, sin embargo, la escuché de su boca al Hernando, Padre e Hijo, abrir los ojos. En ese momento ella y yo platicábamos los pormenores en una mesa apartada. Primero bajó el pequeño, como agarrotado. El padre, me dijo la bruja, intentaría por todos los medios volver a dormir. Se lo creí sin chistar y empecé mis anotaciones.  

    Yo lo sabía muy bien, que una vez despiertan las almas, no pueden volver a dormir. No del todo.  

    Me dijo que era muy importante que le prestara atención, que confiara en ella. Poseía mis reservas, pero le seguí el juego. Hernando Hijo, me compartió, dudaba. Y de la duda no hay quien no se alimente, me dijo, sin importar quién viva la pesadilla.  

    No me juzgues, alma lectora, no me hagas volver a decir lo mal que está el negocio de las almas.  

    Forzando la plática, elevando el tono y soltando sonoras carcajadas, ella me incitó a contar cualquier cosa. Hernando Hijo, sentado en la barra principal, nos miró de reojo mientras le pedía de comer al posadero. Pidió unos frijoles, una salsa y unas tortillas hechas a mano. De beber nada, le había agarrado el gusto a bajarse la comida a brincos.  

    El posadero, no obstante, es de otro relato. No entraré en detalles, más una cosa diré de él: nunca usa el mismo rostro dos veces. 

    A mí me miró de largo, me conoce de hace tanto que ya le doy igual. A ella, a la bruja, le habló: 

    —¡¿Pero que tú no eres Beatriz?! —le gritó desde muy lejos, ella lo miró con calma punzante, sonriendo con creces—, ¡¿qué pasó con Puerto Amorío?! 

    La recién nombrada Beatriz se inventó algo de sindicatos y de la regulación de no sé qué. No lo entendí del todo, pero me pareció que se les había acabado el cuento. Satisfecho el posadero, prosiguió a atender a Hernando Padre que, resignado, bajaba con la disposición a dejar todo atrás. Si supiera cómo, me compartió Beatriz, se dejaría a él mismo atrás.  

    El hombre, una vez descendió, pidió de comer hasta lo que no. La política de La Chingada es clara e incuestionable: todo cuanto se ofrece y da es sin costo. Se puede pedir cualquier comida, lo mismo respecto a las bebidas. Tienen, eso sí, que existir de alguna manera. Las camas son todas iguales, lo mismo las habitaciones; no se comparten y no se intercambian. El orden de atención varía dependiendo el orden de llegada y el tiempo de estancia. Por excelencia, se atiende primero a las más frescas.  

    De todas las reglas, es importante señalar, la más importante es con respecto al tiempo. Sólo puedes permanecer en La Chingada el tiempo que te toma llegar la primera vez. Muchas almas, las más despiertas, saben que no es un lugar para vacacionar. A Hernando Padre, no obstante, nada de eso le importaba. Quería comer y dormir, nada más. 

    Cuando la comida empezó a llegar y Padre empezó a comer, Beatriz hizo como que me contaba algo. En realidad les seguía cada espasmo. El posadero, que presume el don de leer la existencia, le volvió a preguntar a Hernando Padre cómo llegaron ahí. Ya no miró a Hijo, ni siquiera lo suspiró, y con un trago lento empezó un relato de lo más melodramático. Justificó el por qué mató a su segunda mujer, la que parió a su maldito engendro.  

    Hernando Hijo perdía el brillo en los ojos, entraba en una letanía muda. Como por hilos tirados desde otro lugar, Beatriz me volvió el rostro y me sonrió con fervor. Me compartió que el triunfo estaba cerca.  

    —Cuéntame un cuento, Poeta —me exigió, pero el alma aún no me era dada.  

    Hernando Padre comenzó la actuación, se dejaba la piel en ello. Él, Hijo, cada vez más ausente. Entonces pensé en mi padre y en aquella vez que me contó sobre el otro mundo. En la promesa de que algún día me llevaría a gobernar. Y aunque después se habló de circunferencias y espirales, jamás me pude sacar de la cabeza esa extraña idea: la del otro lado.  

    —Hernando Hijo quiere ir al otro lado del mundo, algo así —le confesé. 

    No supe qué más decir, todavía pensaba en mi padre. Pensaba en aquel viejo pueblo al que alguna vez me llevó, el cuento que tanto quería que relatase. No recuerdo la trama, ni el inicio o final, sólo recuerdo a un niño perdido y una barca maldita. Beatriz dijo que no necesitaba más. Me instó, de manera severa pero cordial, a empezar mi relato. Me dijo que él, Hernando Hijo, sería el protagonista y alma del mismo. 

    Y como yo no sé dónde empezar una historia y dónde terminarla, no supe más que decir que Hernando Hijo, con el alma revuelta y hecha un nudo, hacía oídos sordos al viejo cuento de su padre, Hernando. Se preguntaba cuánto esfuerzo le tomaba ocultar la sangre derramada y los alaridos de miedo y dolor. Él, Hernando, era muy bueno en el arte de ocultar.  

    De manera inesperada, como si la trama lo pidiera, desde otro lugar de la posada, uno distante de nosotras, una bruja y un poeta empezaron a discutir sobre una vieja playa. Ahí, decía una, disque aguarda lo inimaginable. Alrededor del par, de nuevo por conveniencia, había un coro de almas que discutían a viva voz quién portaba la razón.  

    Una vez las palabras salieron de mí, la secuencia inició. Y con terror admiré al vulgo postrarse contra lo que serían nuestras sombras erigiendo lo imposible. Hernando Hijo, ajeno al fingido y estrépito llanto de Padre, se acercó con disimulo al séquito. 

    Con la mirada reluciente y la duda en juego, escuchó al poeta proclamar que aquel rincón del universo era único, aquella playa a las afueras de una isla sin nombre y dueño. Aseveró que ahí aguarda el relato del universo. Que los tiempos fluyen y convergen en su costa, que el ayer ahí es el mañana, y que el mañana se vive en el hoy.  

    —¡Y hoy todas las pinches almas estamos de fiesta! —exclamó.  

    Entonces la Chingada se dejó caer entera, se estremeció, y empezó el desmadre. Nadie notó, mucho menos Hernando Hijo, a Hernando Padre esfumarse. Lo mismo del posadero. El pequeño buscó al poeta y la bruja, en vano. Quería saber cómo llegar a tal lugar. Si ya había recorrido tal odisea, pensaba al saberse en La Chingada, Hijo tenía la certeza de que podía lograr cualquier viaje, que podía prevalecer ante cualquier desafío; qué lejos podría, qué lejos quería estar de padre.  

    Al no llegar el fin de la noche, ni de la fiesta, se nos terminó por acercar a Beatriz y a mí.  

    —¿Qué quieres, pequeño diablo? —le preguntó ella. 

    Antes que cualquier cosa quiso saber por su padre, Hernando. Le dijimos que no sabíamos, pero que seguro andaba dejándose el alma en el festejo. No nos era ajena la mentira. 

    Se quedó parado frente nuestro, mirándose los pies enfundados en una estrella. La fiesta enmudeció, el barullo chocó contra el filtro de lo que ahora dictan mis palabras. Así era todo en La Chingada, muy extraño. Sin levantar la mirada, con lágrimas cayendo a besar el suelo, nos preguntó si sabíamos de ese lugar del que se hablaba hace un tiempo. Nos preguntó si sabíamos cómo llegar.  

    El resto carece de importancia para el relato, lo único importante de ello es que Hernando Hijo escuchó un modo y un destino. Aquella noche se convenció de que dejaba tras de sí a su padre, Hernando, junto a la maldición de su madre; que se las arrancó y les botó a la entrada de La Chingada. 

    Con la mirada al frente y la pesadilla tras la espalda, el niño se encaminó rumbo a lo desconocido. Tras la promesa de un mañana admirado desde el horizonte.


Tercera parte

Un hombre harapiento aguardaba en la playa. Al lado una barca, una muy pequeña y gastada. Llegaba a sus pies el residuo de una tempestuosa marea. En aquel páramo, el tiempo se le fue cómo se le va a cualquier alma desdichada. Eternidades vivió y ahora las ha olvidado, las ha dejado de lado 

    Tararea una vieja canción de la cual ya no sabe el nombre, ni el origen. No recuerda, tan siquiera, si la melodía es certera. Pero el hombre la canta y se reconforta con el anhelo de su alma. Se lo dice siempre a su vieja barca, que él algún día también ha de cantar por su libertad.  

    Sigue tarareando el hombre, con una sonrisa sin dientes y pesada. Muy pesada. De pronto recuerda a Hernando y pareciera que el cuento se terminó. De pronto el hombre, de escasa carne, colgada, y cabellera blanca y muerta, aparenta saber de mis palabras. Pero de él no recuerda el nombre, acaso el rostro o la sensación de estar cerca y al mismo tiempo muy lejos. Lo único que sabe es que no recuerda nada.  

    Tiene, eso sí, la barca con la dijo que se embarcaría a dónde nadie más ha llegado. Eso y una playa hechizada, que no termina y no empieza, salvo donde la arena y el mar se tocan. Y más allá un océano que por destino sólo sabe ir y venir a donde su alma se lamenta. Si el pobre viejo se permitiera ver, sabría que la noche es eterna, que lo que viene y va no es nada. Que no hay nada. Un mero cuento que ya ha olvidado. 

    No era el caso de Hernando Hijo, que abandonó La Chingada creyendo las palabras de alguien más. Y siguiendo tal destino, no se percató del olvido que a cada paso permeó el porvenir. Primero fue el recuerdo amargo, maldito, de una vida que ya no reconocía como suya. Los rostros y las voces, lo que alguna vez pudo llamar hogar. Olvidó el amor y la esperanza, lo cambió todo por la codicia de su anhelo.  

    Pero un sueño sin raíces es lo mismo que un bosque sin árboles. Y se deformó, tanto se deformó que mis palabras no alcanzaron a delimitarlo. No pude decirle a la pobre alma cómo es que han de terminar sus pasos. Que no terminaron, en una eterna secuencia, el niño camina con la mirada clavada en el horizonte. En sus ojos, de fuego ajeno, arde algo que debí prever.  

    El decrépito hombre espera cualquier señal, cualquier apertura para lanzarse sobre mí y arrancarme el rostro. Sabe que no hay otra forma de salir y yo sé que no puedo liberarle. No mientras cada cual juegue su papel.  

    El mío ya se terminó, es lo que me gano por andar detrás de almas en el bajo mundo. Pero nada de eso importa ya, porque ha llegado el niño a la costa. Camina sobre la cristalina arena. La mirada fija y perdida en el porvenir. 

    De algún lado se escucha la enajenación del hombre. Él también busca llegar al otro lado. Pero el niño no detiene sus pasos. No contempla al errático ser de huesos exaltados correr a su encuentro. No lo volteó a ver, si quiera, al este tomar su pequeño pescuezo y apretarlo con enajenación.  

    Él tenía otra historia, otro cuento detrás, y de ser el protagonista de éste habría arrancado sus ojos y vuelto a ver. Y así lo hizo, más no reparó en el niño que siguió andando. Sin ojos. Sin piernas. Sin brazos. Sin voz. Apenas lograba escuchar el peso de su alma al arrastrarse, pero no le importaba. Veía algo allá donde debía llegar.  

    De realmente haber visto, habría contemplado de qué era la arena. Lo mismo respecto a las negras aguas y lo que yacía en el fondo. Habría vuelto el rostro al viejo hombre y se hubiera reconocido en él. Porque aquí no hay tiempo, no hay realidad. Las almas son todas iguales y han vivido todas lo mismo, están todas sometidas por la misma maldición. 

    El niño, sin embargo, abrió los ojos y caminó a lo único que había: una barca. Lo demás es un delirio, un cuento demasiado rebuscado para ponerlo en palabras. El niño fue hombre y luego volvió a ser niño. Murió en sus manos y se mató con sus manos. Se arrancó los ojos, se confeccionó una vieja máscara de trozos varios. Cruzó cada océano de la existencia y en todos llegó a lo mismo.  

    Y cuando ya no había ninguna esperanza, un día simplemente se cansó de mis palabras y las dejó atrás. No pude retenerla, nunca fue mía, ni para mí. Yo soy un simple medio. Ese día, al bajar de la barca y volver a abrir los ojos, lo vio. Lo vio.

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