Segundo relato de "La hora del tonal". Tan raro como yo y tan sinsentido como todo lo que escribo.
El manzano en el maizal
Caminaba el niño al lado de sus tres amigos. Esas cuatro almas caminaban sobre un sendero de tierra y huesos que desembocaba en una barranca. Al borde del camino, por ambos lados, se levantaba un bosque de maizales gigantes. Iban las cuatro peleando y discutiendo.
Dante simplemente les tiraba algún mal de ojo y se adelantaba con las bicicletas. Era innegable que el iris muerto con el que había nacido, ese que sus padres llamaron de serpiente y fuego, veía algo que los demás no.
Caminaba el niño al lado de sus tres amigos. Esas cuatro almas caminaban sobre un sendero de tierra y huesos que desembocaba en una barranca. Al borde del camino, por ambos lados, se levantaba un bosque de maizales gigantes. Iban las cuatro peleando y discutiendo.
Dante simplemente les tiraba algún mal de ojo y se adelantaba con las bicicletas. Era innegable que el iris muerto con el que había nacido, ese que sus padres llamaron de serpiente y fuego, veía algo que los demás no.
—¡Alto! —gritó quien no había pronunciado palabra, también el único cómplice sólo por su silencio.
Adán y Dante a regañadientes dejaron de aplastar la cara abierta e hinchada del indigente. Pacheco seguía arrodillado, con el rostro pegado al otro y enganchado a la mirada desesperante y cargada de súplica de la pobre alma. De entre sus coloridas ropas, el niño sacó una vieja navaja y la acercó al cuello del hombre.
—Veamos si tiene alma… —susurró.
—Entonces empieza por mí, Pacheco —sentenció Poeta.
Le quitó la bolsa de comida que llevaban a Adán, movió de un codazo a Dante y se arrodilló junto a Pacheco. Fue entonces que se la ofreció al indigente, junto con sus bebidas.
—Es todo lo que tenemos, tómalo —le dijo con tranquilidad—. Y por favor no le guardes rencor a mis amigos, sólo somos almas estúpidamente ignorantes y jóvenes.
El resto de almas no dijo palabra. El hombre tomó la ofrenda y ocultó el rostro. Apenas agradeció el gesto antes de devorarlo todo.
—¿Cómo lo haces, Poeta? —le preguntó Pacheco con el rostro iluminado hasta lo absurdo.
Poeta se levantó y volvió a recorrer el sendero por delante. Conocía aquel sufrimiento desde que tenía uso de razón y desde que despertó la memoria. Aquel pordiosero fue médico y antes fue también predicador de la palabra. Incluso si su padre era el artífice del tal destino y castigo, no dejó nunca de creer que el mundo atentó contra él sólo por no respaldarlo.
Se encogió de hombros ante la pregunta del otro.
—¡Enséñame a ser como tú, Poeta!
Nada más resopló una risa el niño. Detrás de sus pasos Adán y Dante, con las bicicletas y soltando maldiciones por la sucesión del botín.
—¡Tengo hambre! —gritó Adán, ya sin poder contener su disgusto. Era él la única alma con buen acomodo. Su padre era dueño de casi medio mundo o algo así.
—Yo también… —le contestó Poeta con resignación, sin dejar de caminar—. Al final de la barranca tomamos unas manzanas del gran árbol. No se preocupen.
Del semblante curtido de Pacheco brotó la duda. El otro par frenó en seco.
—¿El manzano? —preguntó Dante con cautela— dicen que en ese árbol vive una bruja.
Adán se burló de la ingenuidad del otro. La mirada dispersa de Pacheco fue de Poeta al de la risa tonta, con escepticismo y antelación. No se lo había dicho a nadie, ni siquiera a su propia alma, pero él, descendiente de un clan de brujas, sabía que eran más que un cuento.
—¡Las brujas no existen! —gritó Adán con orgullo—, nuestros padres se encargaron de eso.
No se dijo más del tema, las almas se resignaron y siguieron avanzando. Al poco, Pacheco se quejó de cargar con las mochilas, unas que de manera conveniente habían sido olvidadas. Poeta se ofreció voluntario.
Cuando el sol caía, por fin vieron el borde de la barranca y lo que parecía el final del camino. Detrás de éste un árbol del tamaño del mundo, era un frondoso manzano que se alzaba hasta donde se pierde la vista. Del verde cristal de sus hojas se imponían las coloridas manzanas, tan grandes como un corazón. Palpitantes, invitaban a la ingesta.
—Tomen un par de manzanas —mandó Poeta.
Las almas titubearon, lo suficiente para que Poeta les diera la espalda y admirara el camino detrás, a los altos maizales bailar al ritmo del agitado viento, evocando cantos de otros tiempos, otros mundos con la gracia y la magia de lo irrazonable.
De pronto creyó volver a esos días en que su madre aún respiraba. Todas las mañanas, en su compañía, caminaban entre los maizales hasta cortar los más vivos y ponerlos a hervir. Nadie más se sentaba a la mesa, porque a nadie más le interesaba, pero él llevaba tanto sin comer, que el recuerdo del regalo de su madre le arrancaba alientos de vitalidad.
. Le dieron ganas de robar un elote.
No era Pacheco un alma prudente, y con cierta altanería se acercó al árbol y arrancó no menos que un puñado de manzanas, tantas que no cabían en sus manos. Ahogado en orgullo, se volvió a sus almas amigas y entonces fue que lo vio. Vio la mano de Poeta estirarse por sobre los altos maizales.
El aire crujió y el elote descansaba entre sus delgados dedos. Antes de poder siquiera notar la incineración del maizal violado, se escuchó el estridente ladrido de un perro tras del colosal tronco. Luego el de otro y otro más, desde sus espaldas y el espeso interior del campo, de lo desconocido.
Poeta aún parecía hipnotizado con su nueva posesión, se perdía en los lejanos susurros que, ahogados por su manto, cantaban los granos de maíz.
—¡La puta madre…! —gritó Adán.
Habían salido dos perros grandes. Muy grandes. Eran míos. De sus tensados hocicos se dejaban ver unos colmillos filosos, hambrientos. De sus violentos ojos se había arrancado todo rastro de contención y bondad. El niño gordo corrió a la bicicleta más cercana y salió voladisimo, como alma que lleva el diablo.
—¡Órale, pinche Pacheco! —gritó Dante, alcanzando la otra bicicleta y esperando el abordaje de los diablillos.
—¡Pero Poeta…! —masculló.
El alma seguía perdida en el elote.
—Ese wey es un pendejo, ¡vámonos!
Pacheco, derrotado, cedió. Se esfumaron también. Iba a mandar a mis perros tras las malditas almas podridas, pero más me interesó la suya, la poeta. Ya se había percatado de las bestias, de más altura que su sombra.
Decidí salir detrás del árbol. Con un gesto callé a los perros y los mandé lejos. El niño me miraba con una curiosidad intensa y hostil.
—Ustedes me han robado —le dije con voz severa.
Creí que preguntaría el qué, pero en vez de eso se arrodilló y desprendió de las mochilas que cargaba. Del interior de una extrajo una libreta de dibujos y una estuchera con estampados y figuras de muchos colores y formas.
Algo dibujó y al terminar me tendió una hoja recién arrancada. Era un afiche válido por las doce manzanas, olvidadas en la tierra del camino que su amigo arrancó por él. Me reí.
—No es por las manzanas —le aclaré, mientras le arrebataba el billete—, pero gracias. Tal vez me sirva en otro momento.
—¿Entonces qué es? —me preguntó con curiosidad. La mirada no daba tregua.
—¡Almas! —le dije—, para empezar las tres de esos diablillos que por tu culpa se me escaparon.
Asintió con la cabeza y volvió a su libro de bocetos. Al poco arrancaba otra hoja y me la tendía. Se lo acepté, era un cupón válido por tres almas “diablillas”.
—Toma la mía como garantía de las de mis amigos —me dijo.
No pude evitar cautivarme. Un alma aún joven, pensé, aún poseedora de la magia del universo.
—¿Cómo te llamas, pequeña alma? —le pregunté. Me fue imposible ocultar la curiosidad.
Me reveló que desde siempre la habían llamado “Poeta”.
—¿Entonces ya estamos a mano con la deuda? —me preguntó con resolución.
—No, aún no —le aclaré con sequedad—; es por lo que tienes en tus manos, pequeño Poeta.
El alma bajó la vista y recordó haber robado un elote. Lo guardó en una mochila y corrió de nuevo al cuaderno de bocetos. Bosquejó algo y al poco me lo tendió. Era un papel con el valor igual (y absoluto) de la mazorca, que ahora definía de su propiedad.
—Tus trucos no te van a servir aquí, Poeta —le dije entre risas comidas por los dientes.
—¿Entonces qué quieres?
Desde su insignificancia, me encaró. Tenía la mirada a kilómetros de ahí. Su voz era fría, punzante. Era por su sombra, eso intuí.
—Estos maizales son tierra de almas —malditas, pensé—. Cada elote de cada maizal contiene un alma por cada grano que alberga, y cada uno, en su totalidad, representa a su vez un universo y un alma entera; me debes, por tanto, un universo de universos y todas las almas que puede albergar.
El alma ya corría al papel.
—¡Y no creas que podrás venderme un artificio tan pobre como éstos! —le grité con las hojas en mi puño derecho.
—Entonces dime cuánto vale el universo con sus almas —cedió con cierto rencor—, le diré a mi padre que te lo pagué.
¡Eureka! La noche, por fin, nos había alcanzado. En los ojos de la pequeña alma poeta algo revoloteaba, una brisa que se extendió hasta el horizonte más allá de los maizales, dejando a su paso un rastro de luz y caricias juguetonas. Había, eso sí, un rastro de rencor en su voz al pronunciar lo último.
No me sorprendió. Siempre ha sido igual con las almas poetas y sus malditos padres.
—Puedes hacer otra cosa —admití no sin antes haberlo meditado.
—¿Qué?
Me arrodillé frente suyo, en el momento en que la luna salía tras mi espalda y se levantaba a reclamar la noche. Poeta se sonrojó al tenerme tan cerca, era muy tierno. Le puse una mano en la mejilla izquierda, sentí el suave tacto de su piel y su alma. Ya con llagas y cicatrices.
—Tengo un sueño —le confesé, sabía que podía confiar en su joven alma—, pero tu padre hace mucho nos desterró a todas las brujas a la muerte y el exilio. Por eso no puedo salir de aquí, por eso trabajo estas tierras para él.
—¿Y qué puedo hacer yo? —me cuestionó.
—Puedes ayudarme a salir.
La mirada se le torció a la izquierda, los labios fruncidos.
—¿Cómo?
Aquí, en este momento, es que empezó mi artificio. Nunca se ha tratado del pago o la deuda, sino la propia afirmación o negación de los mundos. El precio es inmedible para mí o para él, para nuestras almas. Lo único que importa es sublevarse al mandatario.
—¿Te gusta crear universos? —le pregunté.
Se encogió de hombros.
—Mi padre me obliga a hacerlo, no se ha tratado nunca de si me gusta.
Vi el reflejo de mi alma en sus ojos, en la marea de otros tiempos y otras vidas. Vi las cadenas que por herencia hemos cargado desde los primeros templos.
Tal vez las almas poetas no sepan los secretos del fuego, de interpretar las brazas. Tal vez yo no pueda evocar palabra alguna. Tal vez mis propias palabras, al igual que las de él, me han de traicionar, de matar, de quemar.
—¿Entonces no te gusta?
Poeta se volvió a encoger de hombros, esta vez acompañado de una furtiva sonrisa. Una que guardaba una arrogancia merecedora de tal destino.
—No me gusta hacerlo como mi padre. Él está mal. Desde los comienzos ha estado mal… —sentenció.
—Hazlo conmigo —le dije—, los maizales están prohibidos, pero puedes agarrar las almas del manzano para volver realidad tus universos.
La luna había arribado a su punto más alto y ahí soltó el ancla. No había rastro de nubes, ni de almas.
—Aún no me has dicho tu sueño —me dijo con cierto rencor, dolido.
—Te lo diré si aceptas mi propuesta.
Algo he aprendido del tiempo y el destino, de su mala maña y de las manos siniestras que lo mueven a su voluntad. Yo ya conocía la respuesta de la pequeña alma, pero quería perderla de tal manera que tuviera una sola obsesión.
—Ya sabes mi respuesta, bruja. Siempre la has sabido. Ahora dime qué buscas.
—Es mejor enseñarte —le empecé a decir mientras me levantaba y de la mano lo guiaba a la espalda del manzano, el final de la barranca—, ¿hay algún alma que te cautive?
—Sí —me dijo, caminábamos muy lento.
—¿Por qué?
Esto es parte fundamental del ritual, que el alma evoque algún ideal o aspiración, una semejanza, para a ello anclarse y buscarle con desespero. Poeta se detuvo en seco y miró a la fría luna, en el frío ojo del ave tras su espalda.
El viento sopló y garabateó un insulso insulto en el remolino de sus cabellos. Desde el inicio y hasta el final, esa fue la única sonrisa sincera que le admiré.
—Es el fuego del primer sol —me confesó—; es un alma muy ardiente, muy viva. Es… como tú, un alma bruja.
“Y cuando nadie le voltea a ver, cuando el viento sopla y las hebras del tiempo y su alma bailan traviesas; mi sangre suspira y lo sabe, que es su fuego y su chispa lo que me da motivo y razón.
“Si para algo sirve un universo —sentenció Poeta a través de la pequeña alma—, es sólo para guardar la esencia de su existencia y volverla inmortal”.
Lo último, como la frutillita del postre, era nombrar a la cosa.
—Nombrala —le ordené.
Estábamos próximas al otro lado. El otro mundo.
—Beatriz —me dijo—, me gusta llamarla Beatriz.
Poeta alzó el rostro. Me miró a los ojos y en el fulgor de la luna y su sombra, el rastro olvidado del sol y nuestra sangre, reverberó el destino inconcluso que aguarda por las marchitas almas. Él creyó haber perdido algo, tal vez la conciencia, y por eso parpadeó. Al abrir los ojos despertó en otro mundo.
Era de noche, una con el viento caliente y agitado como las almas que se levantaban frente a él. La mirada desenfocada, se le iba y volvía conmigo, al agarre de mi mano y el paisaje más allá de la barranca.
Creyó que se había perdido o muerto, que le había jugado una treta, para después caer y volver a empezar. Hasta que su mirada se acostumbró y pudo ver, entre manchas y borrones, una montaña de llamas y candor que cortaba las alturas por la mitad.
A los pies de la misma, rodeada de una extraña peregrinación y pueblo; Poeta admiró a Beatriz bailar, libre y en dicha, a los pies de nuestro fuego eterno. Así le mostré mi sueño.
Antes de caer en letargo, al propósito de nuestras palabras, buscó a la luna y no la encontró. Había sido eclipsada por la caída de las estrellas.
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