Es turno de dejar de lado mis delirios de escritor, aunque sea por un instante.
Un nuevo relato introductorio, esta vez más cercano e íntimo para mí: El canto del Tecolote.
Espero que lo disfrutes tanto como yo al escribirlo.
Un abrazo y gracias por leer.
Desde el otro lado
De muy niño planté un árbol al pie del arroyo, fue con mi madre. Mi padre me dio la semilla antes de su muerte. Lo recuerdo con viveza porque mi sangre hervía de ansias por verlo crecer. La idea de que algo tan grande, tan vivo, saliera de una semillita, me cautivó. Me obsesionó.
En ese entonces salíamos al alba a regar los sembradíos, revisar los pozos y alimentar al ganado. Pero yo no me levantaba al alba, me levantaba muchísimo antes. Salía corriendo a donde estaba y le echaba agua hasta desfallecer. A la tierra, debajo suyo, le hablaba como se le habla a un viejo amigo. Le contaba aquello que nunca he contado. Le pedía y pedía que creciera, que lo hiciera por mí. Tan grande que los demás árboles sintieran envidia de él.
Pasaron los años y mi ritual no cambió. De la tierra brotó una ramita y a la ramita le crecieron unas hojas, tan verdes y tan pequeñas, que mi corazón redobló la ilusión con que latía. Para nuestro infortunio, una noche cayó una gran tormenta, soplaron vientos que a mi piel se sintieron apocalípticos. La tormenta, insensible, también cayó dentro de mí.
Sin pensarlo salí al encuentro de mi árbol. La noche era oscura, la recuerdo, el aire cortaba con el filo de una aguja. Al llegar me encontré con un paisaje desolado. El caudal del arroyo había crecido cinco veces su tamaño, arrasando lo que se encontró a su paso.
Recuerdo que ante aquella vista mi corazón se encogió, se quiso endurecer. No lo permití y no lo hubiera permitido incluso si la corriente no nos hubiera tragado. Dormí durante muchos días y también durante muchas noches. Y durante ese largo sueño no hice más que soñar con mi árbol.
Pero transcurrieron los días, también las noches, y mi árbol no mejoró. Me llené de rencor, porque la siembra de ese año se recuperó casi en su totalidad, lo mismo la tierra y el campo que al poco empezaron a presumir sus frutos, su abundancia. Sin embargo, no desistí en mi esfuerzo.
No desistí y no he dejado de hacerlo. No puedo, no sé cómo. Me habita la sombra de mi madre, su ausencia, que a cada paso se borra más.
Dejé de frecuentar la casa. El ganado se me escapaba entre sueños y caminatas. En el tenue murmullo de mis pisadas perseguí las hojas de mi fantasía, pero jamás la busqué. Fue por ese sueño que me invadía, aquella noche, aquella tormenta, aquel árbol. Por eso se me prohibió volver. Fue el hermano de mi padre, tío grande, quien se empezó a hacer cargo de mí.
Se me encomendó la única tarea de no pensar más en mi árbol. Pero no pude. Soñaba con él, con el silbido de sus hojas al cantar el viento, con su tronco, sus relieves, que bajo su sombra soñaría todos los sueños habidos y por haber.
No tardaron en aparecer las fiebres, el delirio en el que creí que nadie en este mundo, ni siquiera mi familia, entendía lo que nos une: “mi árbol y yo”.
Fue por esto que me enseñaron a leer y a escribir, para que llenara mi cabeza de otras ideas. Me mandaron a la escuela del pueblo, por donde mi tía, donde terminé después de la tormenta. Ahí conocí mi desdén por el saber y la educación. Lo mío siempre fue el cielo, las nubes. Soñar.
Seguía levantándome horas antes del amanecer, pero a los pies de mi metate postraron al Negro, el perro de la familia. De patas grandes y con el hocico lleno de cicatrices. Nada más verme abrir los ojos, el Negro aullaba a la luna, a la noche. Mucho más grande que yo, se me echaba encima hasta que aparecía tío grande con vara en mano, para que de una vez por todas me durmiera y dejara de soñar.
De manera inevitable es que el tiempo voló. No sé si habrán sido meses u años. Sé que en medio hubo primaveras y veranos, algún que otro otoño, e inviernos que se sintieron eternos, pero ninguno como este en el que ahora me siento a escribir.
Un día me cansé. Me puse manos a la obra. Empecé a guardar las sobras de la cena y llevarlas conmigo al metate. No pegaba el ojo ni por un segundo. Comencé a darle las sobras al Negro, hasta ganarme su favor. No pasó mucho hasta que se volvió mi confidente, mi amigo. Mi fiel secuaz.
El camino desde el pueblo a la casa de mi madre es largo, y no lo sabía de memoria, así que me valí de viajes en los que fui descubriendo y mapeando mentalmente los alrededores. Me guiaba por piedras y árboles, por las sombras a tal o cual hora. Me tardé meses en poder orientarme con exactitud.
Cada noche salía con la luna como confidente e iba marcando el camino, midiendo el tiempo. Cuando el alba se aproximaba, regresaba a toda velocidad a la casa de mi tía, me echaba sobre el metate y fingía dormir. Fingía no soñar.
Ni un sólo día falté a la escuela, no importando el grado, para después volver y empezar con los deberes del día a día. Alimentar a las gallinas, pasear a los chivos y los bueyes, ver que comieran con esmero. Después regresaba a la hora de la comida y me echaba mis sorbos de café mientras mi tía preparaba tlayudas. Sin dejarme tiempo a descansar, aparecía tío grande y me decía con brusquedad que había trabajo que hacer.
Salíamos casi todos los días a merodear los terrenos de la familia, para asegurarnos de que nada extraño pasara. Él siempre con sombrero puesto y machete en mano. A veces le seguíamos el rastro a los coyotes, que tiro por viaje nos bajaban un par de gallinas y hasta de corderos. A veces nomás era la histeria de tío grande y su maña por no querer descansar junto a su mujer. El trabajo, decía.
Cuando la noche caía nos volvíamos a la casa, cenábamos otros traguitos de café, algún trozo de pan, tortillas embarradas de salsa, y dejábamos que la comida bajara con una buena plática. Yo nunca hablé porque me era imposible ocultarlo en mi voz, el deseo por volver junto a él.
Hasta que el momento llegó. Una noche atrás había marcado, al fin, mi arribo a las afueras de casa de mi madre. De ahí a los pies del arroyo no eran más que un par de zancadas bien dadas. Así que a la noche siguiente me quedé despierto en la cocina, con la excusa de lavar los platos y ordenar después de la cena. Mi tía quedó maravillada, tío grande me miró con recelo, pero alcancé a verle asentir de un cabezazo. Le ordenó al Negro vigilarme y tras esto se fueron a dormir.
Conté los segundos al tiempo que trabajaba cada detalle, para después servirle la cena al Negro y salir a toda marcha a casa de mi madre. Tras una larga caminata en la oscuridad, la luna me arropaba cuando desde la lejanía admiré la vieja casa carrizo. Y más al fondo, pequeña y ahumada, estaba la vieja cocina. Salvo una que otra estrella, salvo la luna sonriente, lo demás eran penumbras.
Me encaminé cuesta abajo, al pie del arroyo. En el camino el viento sopló una melodía que sólo yo escuché. Al llegar, me encontré con un pequeño fuego y con una figura sentada junto a él. Era un fantasma, el fantasma que de mi olvido se había alimentado. El calor de las brasas, su compañía, me llevaron de vuelta a los días en que me escondía bajo el comal, muy cerca de la lumbre, mientras mi madre hacía tortillas.
Quise cerrar los ojos, despertar en la vieja cocina tras un largo y difuso sueño. Quise tener miedo, un miedo enajenado que explicara aquello, el alba inminente y mi madre con aquel fuego en sus manos. Con el fulgor de las llamas, el brillo del agua y de su iris, me pidió no olvidar. Me pidió recordar.
Todo ha sido culpa de esa extraña memoria, que siempre he pensado que es un sueño, en la que el arroyo me arrastra en sus aguas. Y al correr en ellas me desgarra la corriente, las rocas, aferrado al grito de no querer morir, de no querer soltar mi árbol. Pero el agua entra por galones en mis pulmones, la vista se me nubla y no veo nada más que un par de manos que me arrastran a tierra.
No veo nada más que su sonrisa, una mirada cubierta por un velo oscuro, su cabello largo ondeando al viento. ¿Es a mí a quien busca o soy yo el buscador?
Tío grande más de una vez me lo ha echado en cara, que en aquel incidente no sólo perdieron una noche buscándome o algunas cabezas de ganado. Caen en tormenta las palabras con que mi madre me despidió antes de soltarme y ser devorada por el arroyo.
Aquellas palabras que el fuego me susurra, deshaciéndose en el amanecer que al bañarnos con su luz me muestra la tierra seca y los árboles muertos. Aquellas palabras que me llueven como lágrimas de resignación:
“No por madrugar amanece más temprano”.
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