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miércoles, 3 de septiembre de 2025

Otra Historia de Amor

 “El día en el que moriste, fue el día en el que también vi mi muerte. 

“Era invierno, un invierno frío. Frío como mis palabras y mis anhelos, como el aire empañado de nuestro aliento.

“A mis palabras y enunciados acude el recuerdo difuminado del ayer, distante, en el que tus faldas bailan con el viento. 

“Íbamos del campo abierto al resguardo del monte más allá del tiempo. 

“Todavía recuerdo el crujir de los huesos al correr el aire. Todavía recuerdo las hojas quebrarse del frío, tiritar y salirse de sí.

“Y de aquel recuerdo al momento exacto en el que mis palabras se sinceran, se me han ido todas las vidas que podría albergar. Lo poco que recuerdo se me escapa como un río entre los dedos. Y del reloj cae un grano detrás de otro, insufrible, mientras contemplo al aliento huir de ti. 

“Tú te vas, te llevan. Al tempo de tu mano al caer, veo a la vida huir.

“Pero eres tú. Tú. La del vestido de todos los colores. Del blanco y el negro, del rojo.

“El recuerdo se me ha perdido en el desierto del tiempo, en su esfera, y de ello tengo la tierra verde, muy verde. De cuando la vida era vida.

“Mas no puedo quitarle el odio a mi sangre. 

“Años han pasado, los niños dejaron de ser niños. Y los hombres desean más, piensan más y roban más. Y del fierro y el machete se limpió la sangre, la tierra, aunque la peste de los muertos no sea algo que se pueda tirar así como así. 

“Y allá, en el viejo arroyo, hicimos lo propio por amarnos. 

“Ahora que tu mirada se apaga y tu voz vuelve a dormir, lamento no haber inflado el pecho por mi voz, me arrepiento de no abrir las puertas al mundo.

“Ojala haber dicho que te amo con otras palabras, contar el mito de mi amada, de soles y lunas, del océano andante y el bosque de los susurros. 

“A los pies del gran árbol la vida te despide. A pocos pasos corre un arroyo de aguas claras y rojas. Lejos, en lo más profundo del monte, algo ruge y algo canta. Y veo dos ojos amarillos verterse sobre de ti. Son tan filosos que cortan el aire y rompen la realidad.

“No dejaré que sus plumas se postren sobre de ti, incluso si muero contigo. 

“Que los locos se maten y los diablos se maldigan, que los ángeles se apiaden y se corten las alas, que los hombres hagan lo que les dé su chingada gana. 

“Lo sé, me lo dice el suave tacto de tu piel, que hace mucho que encarnamos nuestra condena. 

“Y corre el arroyo, las aguas se desprenden del suelo y acuden a nuestro encuentro. Forman un torbellino de brisa y murmullos que nos eleva por los aires. 

“La luna nos canta, anunciando que ha llegado el momento.

“Vuelvo a  tus ojos, a tus labios besar, te vuelvo a amar.

“Tú te vas, te me adelantas, y en el último atisbo de luz vi esto, estas palabras…”


—¡Pacheco! —se escuchó—, ¡termina ya con tus cuentos y ponte a trabajar!

Alguien sentenció. Y aún en ignorancia, mía o tuya, aquí vivirá nuestro eterno amor.


viernes, 15 de agosto de 2025

En las profundidades




Estaba lavando los platos. Eran muchos platos. Montañas y montañas de platos. Le tomó aproximadamente tres cuartas partes del día limpiarlos casi en su totalidad, lo cual no hubiera sido tan problemático de no ser por su estatura. Era chaparro, muy chaparro, como esas personas que se quedan a medio crecer y ya de muy grandes parecen, o más bien amenazan, dar otro estirón. Pero no fue su caso, él se quedó así, a medio crecer y con la necesidad de acompañar sus pasos con un banquillo. 

Sobre su banquillo lavaba los platos, uno a uno, como si fuera su última labor y como si no quisiera que terminase. Porque los platos nunca terminan, ni esos extraños pensamientos que corren cual pura sangre en los prados. Los suyos no eran ovejas que saltan de una en una. Mucho menos eran lobos, o coyotes, aunque a veces es cierto que tendían a volverse colibríes o algún pájaro cantor. Pensaba y divagaba al lavar las cucharas y al pretender que los grandes cuchillos —grandes para sus minúsculas manos— eran sables con los cuales empujaba a las almas desventuradas sobre la plancha. 

Esa plancha astillada, de tiempo inexacto y tan larga como estrecha.  

El agua comienza a desbordarse y caer sobre sus pequeños pies. Teme que el banquillo también se desborde, o que lo traicione. Con una mueca de asco y resignación se dispone a quitar el tapón que no deja correr la corriente. Pero en ese momento algo sucede. Algo que corre del prado, del galope inocente de su imaginario, y que salta a las profundidades y en ellas se instala. Sumerge la mano. El agua es fría, de extraña consistencia, y pese a que sus brazos más bien se asemejan a los de un tiranosaurio, con la ayuda de su banquillo no le es imposible tocar fondo. ¡Cuál fue su sorpresa al no hallarlo!  

Tiene la certeza de que algo lo tocó, mas ello es imposible. Imposible. Al sacar el brazo no lo reconoce. Ya pasan de las 18 horas. Ya el ocaso se cuela por las rendijas de la ventana. En su último atisbo de luz, antes de resignarse a prender el foco —aunque sus ideas ciertamente son más bien de mecha—, algo de intenso fulgor asomó en el fregadero, algo se escuchó, o se dejó escuchar, desde sus profundidades. ¡De la impresión casi se cae de su banquillo! 

Con el corazón al redoble de nuestro final, con los labios temblorosos, las manos acuosas y bañadas en sales de lo inefable; se acercó al borde de la plancha. Apenas su cabecita destacaba por sobre la misma. El agua puerca se meneaba con ajena mocedad. Otro más escapó del prado, se zambulló. Él lo siguió, sumergió la cabeza sin chistar.  

Por la ventana se cuela la noche, en lo alto parpadea el incandescente foquito, cansado. Entra el aire en la estancia, dejando tras de sí el eco del banquillo al caer. De él no quedó nada salvo los platos que no terminó de lavar.