viernes, 4 de julio de 2025

La búsqueda del tesoro


¡Hola! Con este relato doy un pequeño paso para mí -¡y un gran paso para
Pachecolandia!-. "La búsqueda del tesoro" forma parte de algo que me gusta llamar "La hora del Tonal", un ejercicio literario en el que me embarqué por allá del 2021. Hoy vuelvo a estas palabras para darles el espacio que se merecen.

     Desde aquí advierto que es un relato denso, incongruente y sobre todo experimental. Y por esto mismo espero que se disfrute tanto de leer como yo lo hice al escribirlo. Porque al final se trata de eso: de disfrutar y compartir. Sin más: 

Primera parte


Conocí al capitán Pacheco hace muy poco. Y aun así no lo recuerdo del todo. Él solía decir que es normal, que las almas olvidan a no ser que se adhieran a algo. Yo no me adhiero a nada, no sé cómo hacerlo. El capitán Pacheco sí sabe, eso decía, pero si él no olvida es por los diarios y bitácoras que a lo largo de sus viajes ha hecho.  

Así fue como lo conocí: cuando al pie de un mar no supe si iba o venía. Le di la espalda al horizonte y me adentré en la espesa selva que aguardaba tras la maleza. No hallé rastro de vida,  salvo sombras y almas en pena. Los árboles eran negros, marchitos, con hojas espesamente liquidas que al soplar el viento rocían el aire con su podredumbre.  

Caminé hasta haber olvidado cómo dejar de caminar. Repitiendo entre dientes un viejo cuento, una vieja historia. Entonces llegué a un pequeño delirio, el corazón de la selva. Nada más entrar le vi, rodeado por un enjambre de arpías y espalda con espalda con un hombre de más de casi tres metros, muy robusto y peludo, asquerosamente peludo. Era Bruja.  

Discutían acaloradamente sobre almas, sobre su ausencia. Las arpías echaban en cara que ya no quedan almas, que han sido arrancadas. El capitán Pacheco, enardecido, intentó aclarar que él nada más está en la búsqueda de la suya. Con cierto aire silvestre agregó que recibiría a bordo a cualquiera que quisiera recuperar a las almas robadas. A todas y cada una de ellas. 

El enjambre de arpías gritó insultos al capitán, burlándose y rompiendo filas, como si no pudieran tomarse en serio lo que acababa de pasar. Lo dejaron andar libremente. A mí ni siquiera me voltearon a ver. Por eso me quedé ahí, vacío. Estático.  

A lo último él gritó que esperaría ocho noches, con sus respectivos días, y que recibiría a bordo a cualquiera que quisiera zarpar. 

—¿Cómo te llamas, mi querida alma? —me preguntó con una voz cantada y haciéndome caminar con él. Bruja unas zancadas por delante.  

—Poeta —le dije—, mi padre me llamaba Poeta, es todo lo que recuerdo.  

Mis palabras salieron solas, por inercia. Al llamado acudieron un total de ocho arpías, que en su acto de rebelión escogieron llamarse Las arpías del caos. No llegaron todas juntas; dos llegaron la primera noche, una más en la segunda, en la quinta llegaron otras tres, y en la octava noche se sumó la última. 

 Mientras estos ocho días corrieron, acampamos en la playa. El capitán me invitó a unirme a su tripulación. Me dijo que siempre había lugar para almas errantes, o pérdidas. Acepté y callé, a no ser que hicieran alguna pregunta. Pero nadie preguntó nada. 

Cuando corrió el tiempo, Bruja hizo aparecer una cadena de entre la arena, y esta develó un enorme galeón que en la proa presumía una lechuza. De color blanco, generaba un contraste particular contra las banderas negras. Arriba, en lo más alto, ondeaba una calavera con huesos cruzados.

—Se llama Luna —señaló el capitán con orgullo.

El barco estaba varios metros mar adentro, así que Bruja nos llevó a todos a lo largo de varios viajes en bote. Yo subí al último, junto al capitán. En ese breve viaje me compartió un poco de la tripulación. Me dijo que era pequeña, pero feroz. Primero me habló de Annie y Bonnie, dos hermanas que encontró cuando todavía eran un par de niñas, al inicio de su viaje. Me reveló que esas hermanas compartían un pacto de sangre. Luego me habló de Lucy, el mono pirata. Cuando le pregunté más por él, me dijo que era más fácil esperar y conocerlo. Finalmente me presentó a Bruja, antes de abordar el barco. 

—Es mi mano derecha —y no dijo más. 

Bruja se dio la vuelta y me extendió la mano. Era una mano grande, robusta, que de quererlo perfectamente podría haber roto la mía. Se la estreché y subimos al barco. 

A bordo de la nave, lo primero que vi fue a dos mujeres. Una de cabellos rojos y maltratados; rostro severo, curtido de cicatrices y violento hasta el punto de invitar a desviar la vista. Era Bonnie. Pegada a su hombro izquierdo, seductora, punzante; Annie, con el cabello amarrado en una modesta coleta. 

De pronto, un grito cayó desde la cofia.  Era un mono capuchino con lo que parecía un disfraz de pirata. La graciosa cabeza cubierta por un sombrero de paja, de la oreja izquierda colgaban dos gruesas argollas. Cayó de pie y jugando a perder el equilibrio. Parecía amigable y con excesiva energía. De su cuello colgaba una extraña llave y de su cintura un pequeño saco abultado. Era Lucy, el mono pirata.  

Luego me presentó a mí. No hubo mucho entusiasmo, que terminó por evaporarse cuando Lucy exclamó que no era “más que otra alma poeta”. 

—¡Leven anclas! —gritó el capitán.

En compañía de su grito, Bruja levantó el ancla, Annie y Bonnie desplegaron las velas, y nos adentramos mar adentro. Antes de alcanzar la corriente del destino, de caer en su delirio y letargo, alcancé a mirar de reojo a las arpías. Fue por un mero acto de curiosidad. Tenían miradas de fuego, encendidas, un andar sutil, etéreo, una brasa que no sé explicar. Había una en particular, morena, de cabello muy oscuro, que simplemente me parecía de otro mundo. Mas no pude cavilar algo más, habíamos entrado en la corriente del destino.

El capitán Pacheco afirma que no viajamos más que simples diez días, sin embargo no tengo recuerdo de otro tiempo tan corto o vívido. A lo sumo tengo fragmentos en los que llega Lucy, que me golpea en la cabeza como si fuera hueca. El pequeño chango sonríe con inocencia, de sus perlados ojos me estremece el brillo de la llave danzante de su cuello. Se tambalea, lo hace de tal modo que la sigo y mi corazón se acelera al volver.  

Eso es lo más que recuerdo de ese primer viaje. Sé que me hablaron, que me contaron cosas y que en mi letargo también dejé escapar palabras. Pero el destino de las mismas, el significado, escapó de mí. Dormido y perdido es cómo arribé al albor de mi destino.

—¡Veo tierra, capitán! —oí que gritaba desde otro lado Annie.  

Su voz cayó en dos tercios, derritiéndose con la fuerza inhóspita del viento. Se escucharon tres disparos al aire, a intervalos exactos y milimétricos. Al anclar el galeón en la playa, no pude contenerlo más y vomité hasta quedar seco. 

—¡No vivas tanto, Poeta! —me gritó el capitán. 

Fue el primero en bajar, seguido por Lucy. Yo fui el tercero. Durante un momento, las arpías del caos dudaron, pero acabaron por ceder al llamado de la aventura. Las hermanas no bajaron alegando que era su trabajo proteger el barco. Bruja bajó a petición del Capitán. 

—¿A dónde vamos? —preguntó una arpía. Nadie respondió.

Aunque aquello era imposible de saber. Nuestras pisadas, aletargadas, se adentraron en una playa que resultó ser otro mar. Un mar de arena negra y áspera. De manera automática caminamos en lo que llegué a creer que sería una peregrinación sin fin. Y cuando creí que terminaríamos por fundirnos con la arena, con ese aire seco, Bruja se detuvo unos diez pasos por delante, e indicó con el brazo hacer lo mismo.

—¿Qué pasó? —fui incapaz de contener.  

Lucy, en el hombro izquierdo del capitán Pacheco, admiraba las alturas con unos ojos que no me parecieron suyos.

—¿Ves algo? —le preguntó el capitán.  

El mono negó con la cabeza. Por respuesta el capitán Pacheco le hizo una seña con la mirada y los brazos a Bruja. Ambos asintieron al unísono.  

—¡Retrocedan! —pidió Bruja. Así lo hicimos las almas.  

Sin previo aviso, el capitán se sumergió en las arenas en lo que pareció un buceo. Nadie más se alarmó y por eso yo aparenté lo mismo, pero tal acto me pareció inconcebible incluso ahí, en el reino de las almas. Al poco, para mi sorpresa, regresó el capitán Pacheco. Salió de la arena como si emergiera de un negro océano, de su brazo pendía un pequeño quetzal en los huesos y de color gris cenizo.  

—¡El brebaje…! —le gritó a Bruja.  

De sus diminutos ojos cayeron lágrimas de fuego y tierra, las echó sobre un frasco viejo que le tendió al capitán. Él procedió a hablar en una lengua que no entendí y que por lo tanto no puedo transcribir. Su mirada, para mi desconcierto, fue de profundo pesar.  

El pequeño quetzal ardió, se volvió una esfera de fuego que levitaba en el aire.

—Ya es muy tarde, mis perdidas almas —nos reprochó. 

Su voz era una voz que no se guardaba en el ambiente, en la atmósfera. Era como si hablara desde nuestro interior.Y aunque no tengo forma de saberlo, sé que le dijo algo diferente a cada alma ahí plantada. Eso, tristemente, es todo lo que me dijo a mí. 

—Lo sé —admitió el capitán—, y me duele anunciar que sólo estamos de paso.  

La bola de fuego suspiró. Lo demás no supe bien cómo fue que pasó, a lo mucho puedo decir que la tierra nos tragó de golpe y nos escupió a lo que me parecieron las faldas del infierno. Cuando volví en mí, la tenía delante de mis narices. Vi, como en mis más grandes fantasías, la Biblioteca de las Almas: una espiral de pasillos sin fin que descendía en círculos hacia el abismo. 

Alguien preguntó algo de la biblioteca, pero no lo escuché. No podría haberlo hecho incluso si lo hubiera intentado. De sus interminables pasillos, de las estanterías y de los mismos libros brotan voces, susurros de otros tiempos, otras vidas. Otros universos, pensé. 

La idea de correr y perderme ahí me resultó gratificante, seguir aquel cuento que sé en algún lugar me esperaba. 

Descendimos en una larga caminata los primeros siete niveles de la biblioteca. Al llegar al octavo nivel, la bola de fuego se adentró en lo más recóndito del mismo.

—Capitán… —intenté alzar la voz. Algo me inquietaba.

—No tengas miedo, Poeta —me mandó.  

Y al terminar de hablar, la bola de fuego se detuvo y con ella nosotros. El capitán Pacheco, con sus ágiles manos, empezó a hurgar en los libros. Un brillo de ansiedad brotó de sus ojos. Un brillo que a día de hoy me sigue estremeciendo al recordarlo. Tras un breve instante, se hizo con lo que buscaba.

—¿ “La hora del tonal”? —pregunté con interés al leer el título. Algo en el nombre me llamaba.

—Es una larga historia —se excusó.

El capitán simplemente arrancó una hoja del libro y lo devolvió a su lugar. Al  hacerlo el suelo bajo nuestros pies se estremeció, las paredes y los estantes retumbaron. 

Muchos libros cayeron. Al hacerlo sus contenidos se vertieron en nuestra realidad. Almas corrieron frente a nuestras narices, de otros tiempos y otros universos. Vi la extraña figura de un hombre frustrado frente a lo que me pareció el centro del universo. El hombre despotricaba sobre lo que sólo su alma miraba.

Y mientras un pequeño dinosaurio de medio metro corría de un bebé gigante, se escuchó un lejano cañonazo y pronto, más pronto de lo que digas pronto tonto, las almas de los libros fueron absorbidas por una sombra que emergió del vacío cual volcán en erupción. 

La bola de fuego ardió, se extinguió, mientras un último libro empezó  a devorarnos en el contenido de su relato.

—Apesta a brujas aquí… —heló una voz el silencio, lo profanó.

Dicen que mi alma no es bruja. Yo mismo sé que no lo es. Pese a esto, puedo testificar el frío que cortó mi corazón al escuchar sus palabras. En los ojos de esa sombra vi el destello de algo más agitarse. Creí que moriría, olvidé todo rastro de haber existido y de existir, concebí ser el delirio de otra alma, una tan asustada y acorralada que no puede dar cuenta más que de mí: el delirio de otro tiempo y otra vida en la que eso, aquella sombra que corre tras las almas brujas, está próximo a devorarnos.  

El vacío rugió, la vida se evaporó. La oscuridad fue total salvo por el ligero candor que desprendían nuestras almas. Lo que teníamos enfrente era el maestro de las almas, dijo Pacheco, el terror, la sombra, lo inefable para quienes sienten tanto y viven tan poco. Le ordenó a Lucy sacarnos de ahí.

—¡Roger! —gritó el changuito.  

Tomó la hoja arrancada que el capitán le tendió, la guardó en su saquito y saltó en un movimiento ágil a mi hombro derecho. 

—¡Corre, Poetucha! —me gritó.  

Todavía en trance, emprendí la carrera. El miedo, no me da pena admitir, siempre ha sido mi mejor motor. En ningún momento me detuve a mirar a mi alrededor, a las Arpías que ardían ante su extinción. No era de sorprender, muy tarde me enteré de que todas, sin excepción, nacían como almas brujas. 

Antes de poder avanzar, la mirada ámbar, inyectada en sangre, reafirmó el abismo que transitamos. Todo era oscuro salvo la luz de nuestra propia alma. Horrorizadas, nos detuvimos a admirar cómo Bruja flotaba en el aire, con las manos aferradas a algo en su ancho cuello y luchando por soltarse. Un poco más arriba de su cabeza los ojos de lo inefable.

El capitán se plantó. Lo vi prepararse para el encuentro. Lo vi dispuesto a llegar hasta las últimas instancias con tal de salvar a su mano derecha. Pero no estuvo solo. 

Una voz se alzó. Con sus palabras me detuve también. Fue la arpía de la octava noche. Morena, de semblante serio, filoso, con aires de quién no le teme al destino; ignoró a su congregación, pasó de mí y de Lucy, y se plantó junto al capitán Pacheco. Aquella alma gritó algo de un pacto de almas, tan antiguo o más como los símbolos que ahora uso para contar mi relato. 

Con fuego emanando de ella, dijo un nombre que no he podido recordar. Yo, por falta de ingenio y personalidad, la llamé Beatriz.



Segunda parte 


Dejamos atrás el conflicto, no era nuestro destino, no aún. Antes escuchamos el fragor de la batalla, mas no la vimos. De haberlo hecho nadie contaría esta historia.

Nos adentramos a galope en la oscuridad, hasta que Lucy dejó de buscar con desespero en su pequeño saquito. Extrajo un huevo resplandeciente y translúcido, pidió que nos detuviéramos y con gestos muy exagerados de cuidado dejó caer su contenido sobre las tinieblas. Al desbordarse, un extraño límite se trazó entre lo que era la oscuridad y la biblioteca. Cruzamos el umbral, Reconocí el lugar de inmediato, era el tercer nivel de la biblioteca. 

Salimos por un viejo túnel, una caverna que daba a la playa, (Lucy me explicó que sólo funciona de salida). Afuera nos encontramos con Annie y Bonnie peleando contra un enjambre de sombras y almas no muertas.  

—¡Lucy! —Bonnie gritó desde la cubierta, cuando las sombras empezaron a huir ante nuestra llegada—, ¿en dónde están Bruja y el capitán?

El pequeño mono masculló que no había tiempo, que debíamos apurar las almas y el paso. 

—¡La Sombra! —dijo— ¡La sombra nos encontró!  

Nadie dijo ni ordenó nada. Cada cual agarró un puesto y puso algo en el funcionamiento de la nave. No hubo gritos, ni festejos. Por el contrario, en el aire rondaba un sentimiento de resignación y derrota.

Mar adentro, en la corriente del destino, no pude conciliar sueño alguno. Fueron las ansias, la ansiedad de no saber qué traerá el porvenir. Eso y que al cerrar los ojos temía que aquella sombra me encontrara. Me resultó extrañamente familiar, así que empecé a escribir en mis pensamientos todo lo acontecido. Empecé a hacer historia. Pero no había rumbo, ni destino, ahora que el capitán Pacheco y Bruja no estaban.  

—¿Qué sigue ahora, Poeta? —me gritó el mono pirata, sacándome de mis pensamientos.

Nos hallábamos en plena deriva. No había viento, ni corriente, y el oscuro cielo apenas daba tregua para respirar. Lucy sostenía con fuerza la hoja que el capitán le había dado, pero ésta estaba en blanco. Se le veía alterado, con más aires de pesadilla que de ilusión. Con mucha pena, porque no me gusta que las almas me miren al relatar algo, les confesé que no sabía. Quise preguntar por qué debía de saberlo. 

No había terminado la frase, cuando el cañón de Annie me besó la sien. El arma crujió y creí que moriría de nueva cuenta. Sé que debí temer, pero el extraño fulgor de sus ojos al amenazarme me acercó más a su esencia. Así que lo agradecí. 

—¿Por qué tendría que saberlo...? —aclaré después de haber sido puesto de rodillas—, sólo soy... 

Lucy aplaudió con entusiasmo y me miró impregnado de una empalagosa emoción. 

—¿Ya olvidaste cómo funciona este mundo? —me interrogó—, ¡eres un Alma Poeta! Todavía de rodillas di dos pasos para atrás. Bonnie, exasperada, agarró su vieja daga y me instó a hacerlo por las buenas. A las malas, me reveló, sería algo que nunca podría perdonarse.

—¿Quieres tinta y papel? —me preguntó Lucy, al tiempo que hurgaba en su saquito. 

Después evidenció que podía darme cualquier instrumento, o colores, o materiales, o lo que me viniera en gana. Hasta la mierda funcionaba, exclamó. El medio necesario para que mi alma poeta iluminase el camino. 

Las almas se congregaron frente mío y me acorralaron para marcar lo que sus corazones clamaban. Aquello, no obstante, me parecía estúpido. Imposible. Para mí no había magia en ser alma poeta. Todavía, al escribir esto, siento que es una maldición. 

Para mi sorpresa, mi negación, comencé a recordar. El rostro difuso de quien llamé padre, su historia. El relato que hemos compartido y que con tanto espero he intentado olvidar. Recordé esa etiqueta, ese nombre. 

—Soy poeta de nombre, no de profesión —sentencié. Nadie, absolutamente nadie, me iba a hacer seguir el camino que mi padre trazó para mí.

De los ojos perlados de Lucy llovieron lágrimas. Fuera la tormenta nos abrazó. El océano rugió. Creí que las velas serían rasgadas, los mástiles arrancados, y que nuestras pobres almas caerían en lo profundo del abismo. 

Entonces pensé en el capitán Pacheco y en lo que me diría en dicha situación. En su sonrisa amable, su mirada inquieta. En cómo encontraba siempre esa oración concisa que conectaba todo. Su alma perdida fue siempre más poeta que cualquiera de estos delirios.

Ya no sólo recordé, sino que entendí. Y en última instancia, pese a mi resistencia, comencé a creer. 

El miedo vibró junto al hilo de mi alma. No, no podía ser de ese modo y no quería que lo fuese. Yo no sabía nada. No tenía nada por contar, ni por crear. Mucho menos esta historia sin lógica, sin motivo, sin sentido. ¿Cómo querían que alguien como yo, que ha renunciado a su alma, a la vida y la verdad, cuente este patético relato?

Son estas mis palabras al aire, incongruentes, cínicas, que en el delirio de mi muerte me inventé para poder seguir escapando un poco más. 

De un manotazo aparté las armas frente mío. Me incorporé y a las malas, siempre a las malas, acepté mi destino. 

—¡Lo haré! —grité con rabia y resignación.

 

“Poeta” 

“Mi madre me arrullaba con viejas historias de aventuras, para que mi ingenua alma se tatuara el llamado de lo desconocido y no temiera lanzarse al vacío. Éstas, muy a mi pesar, han quedado ahora en el olvido. No existirá lenguaje con el que pueda contarlos, ni siquiera el de la memoria. Se han roto en fragmentos a los que no puedo hacer honor, ni justicia.  Pese a esto tendré la soberbia de contarla: La Búsqueda del tesoro. 

“Comienza cuando sólo había un océano y una corriente. Termina en el delirio de un alma por crear. Se dice que fue la primera y que se le mandó escribir el destino de nuestras almas. Y así lo ha hecho. De su relato nacen todas las almas que ahora vagan en este oscuro universo. 

“Hubo una que fundió los grilletes, que se rebeló en los tiempos en que las historias se contaban, pero que todavía no estaban escritas.

“En esos tiempos las almas vivieron una época de cacería de especies, de voluntades, donde el autoproclamado humano devoró los cerebros y corazones de quienes son su mayor antagonista.

“El final comienza cuando se talla el primer enunciado, en el choque de nuestros universos, cuando el mito todavía no devoraba a la realidad.  

“Nació la promesa de otro mundo más allá del horizonte, donde esperan tierras de ensueño y mágicas. Tan vivas como la fuerza de nuestras almas. Y todas las almas, todas aquellas ansiosas de un trozo de fantasía, se embarcaron en búsqueda del tesoro. 

“Mucho se encontró y fue todavía más lo que se perdió. Las almas y su rey sembraron un mito, una realidad, lo cosecharon y de su fruto hoy padecemos. 

“Como en toda buena historia, siempre han existido almas que no se anclan en ningún momento o tiempo. Son las más vivas y las más efímeras. Una de ellas se perdió. Olvidó el nombre que una vez le fue dado y se volvió un alma perdida.

“Con trazos rudimentarios marcó otro cuento. Así es como fue a dar con el único destino de toda alma que vaga en la existencia:el relato mayor.

“Deseosa de abrir una ventana a otro mundo, escribió la historia de un viejo tesoro. Lo disfrazó de riquezas, de poder. En aquel tesoro se encontraba toda promesa de cambio, de diferencia, de igualdad y trascendencia. 

“Lo lanzó al mundo bajo una verdadera búsqueda de significado. Cualquier significado. Lo único que se necesitaba para llegar a la recta final, para alcanzar el relato del universo, era el fuego primigenio de las almas, las que perecieron en la hoguera. Aquel que nuestro creador, receloso, nos robó al proclamarse el sol”


Tercera Parte


Con mis palabras, las Arpías del Caos se unieron en un círculo cerrado y ardieron. Eran las únicas brujas activas en mi relato. Una vez las llamas ascendieron hasta partir el cielo, un profundo rugido se escuchó desde las profundidades. Éstas se agitaron con violencia, haciendo nacer olas inmensas. Sin poder hacer nada, fuimos devoradas por la corriente del destino.

Una espiral sin fin emergió de las profundidades: era un tifón. La Luna del capitán Pacheco crujió. Creí que se partiría en infinitos trozos, pero con una destreza inhumana Lucy se aferró al timón y logró meternos de buena manera en la inmensa corriente. Surcó el tifón como quien camina sabiendo volar. A la velocidad de luces y destellos, bajamos y bajamos al grito de nuestras almas sin saber qué aguardaba más allá.

Pero el destino era seguro, o lo era para mí. Llegaría hasta ese tesoro, recogería el relato del universo, y con sus palabras traería de vuelta al capitán, a las brujas, las arpías. Serán estas primeras palabras las que traigan un nuevo horizonte. Lejos de las sombras, de la noche y su terror. 

Con esto en mente, me tragué la infinita luz que me cegó, que me llenó de sombras y luz. Al poco mi alma lloró y destiló lo que creí mí dolor. En vueltas y vueltas caí hasta no ver el fondo. Pero lo vi, lo toqué. En él me encontré y me levanté. Encontré un propósito.

Llegamos al borde de la realidad. Una colosal estructura, tan inmensa que no tengo palabras para describirla. Se imponía en medio del vacío y a su lado éramos poco más que hormigas. Resplandecía con inquietud. No lo supe, no tengo cómo saberlo, pero intuyo que era un árbol. Posiblemente el árbol del que nacimos las almas y el universo. 

Las Arpías del caos que aún vivían corrieron al mismo, buscando la historia y el destino de sus hermanas. Nadie las detuvo. En ese lugar no hay quien sepa qué hacer. Es algo ajeno a nuestro razonamiento. 

A nuestras espaldas, el barco del capitán se había reducido a escombros y basura. La lechuza del mismo se hundía lentamente en las tinieblas. Bonnie se lamentaba. Repetía entre dientes que no podía moverse, que tenía que proteger el barco. Annie parecía perdida en otro páramo, en otro cuento. Su mirada era gris, apagada, y daba la impresión de que con cualquier aire iba a desaparecer. Quise ayudarlas. Al hacerlo me percaté de que no habíamos llegado al mismo lugar. Éramos espejismos en las historias del otro, en su incongruencia. 

Lucy, ahora era un primate de mi mismo tamaño, se agitaba con euforia al admirar el sendero por delante. La llave en su cuello había desaparecido. El cuero de su pequeño saquito lo vestía de prenda. Rústica y con aires de descubrimiento.

Tardé un poco más en admirarlas, a Beatriz cargando con Bruja en brazos, muy cerca del árbol y lo que habitaba en su interior. Caminamos a su encuentro. Fue una caminata larga, detenida en el tiempo, como si lo hiciéramos sobre una caminadora invisible de tiempo y eternidad. Al llegar, Lucy preguntó de manera agitada por el capitán. 

Bruja ensombreció el semblante, le faltaban ambas piernas y todo el brazo derecho. La sangre se le escapaba a chorros, sin pizca de tacto. Beatriz no evocó emoción alguna, se limitó a posar al compinche del capitán a nuestros pies e irse lejos de nuestro relato. Dijo que visto lo visto, tenía otros asuntos que atender. Su rostro era serio, alarmante. 

Lucy volvió a preguntar por el capitán. Se le veía como un animal enfermo, muy perturbado. 

—¡Tenemos que apurarnos, Poeta…! —me gritó Bruja, antes de lanzarse contra mí y tomarme por el cuello de mis ropas.   

Sus minúsculos ojos me vieron con enigma, con un fulgor de intensa fuerza y emoción. Le veía y al hacerlo una parte de mi alma se quemaba en el rincón más vivo de su mirada. La sangre le había puesto tiesos los pelos que por montones salían de su pecho y mentón. Con cada palabra que dijo, el hilo de voz se fue tensando al punto de romperse. Creí que lo haría, pero antes siguió hablando. 

Me dijo que teníamos que escribirlo todo de nuevo. No lo entendí, ¿cómo que de nuevo?  

Tras su sentencia, fui testigo del efímero y al mismo tiempo eterno instante en que un alma se apaga y vuelve a las corrientes del destino. En esa eternidad, latente en su último suspiro, vi de nuevo en sus ojos y en ellos caí en otro delirio y otra historia. 

Lo tomé entre mis brazos, o lo intenté, porque era excesivamente corpulento, y me acerqué lo más que pude a su rostro. Aún había vida, aún el labio inferior le temblaba con el miedo y el ansia de quien ya conoce su destino y aún alberga la esperanza de escapar. Mas el semblante estaba resignado y por su alma caían cascadas de llanto y profundo pesar. 

Me vio una última vez. Su alma habló, me lo compartió. Me dijo que ella, Bruja, también deseaba bailar a los pies de una montaña de fuego, bajo la caída de las estrellas.  Sin terminar de entender, lloré hasta desgarrarme con ella en mis brazos. 

Las almas no olvidamos, me dijo el capitán Pacheco, pero ahora no tengo la menor duda de que aquello, la marca a fuego que Bruja dejó, no lo olvidaré incluso si me hacen polvo. No lo olvidaré si me vuelvo ceniza.

Sobre la ausencia de su cuerpo y el viento soplando el polvo de su alma, le juré que yo, Alma Poeta, entregaré mi esencia a su encomienda.  

—¡Vamos, Lucy! —le grité a mi mano derecha.  

No tuve respuesta. Al volverme para rectificar que siguiera ahí, en ese giro sobre mí mismo y a la izquierda, una sombra emergió de Lucy y me devoró. Me quedé de piedra al verle a los ojos y encarar el rostro de la sombra. Tras una sonrisa de ultratumba se ocultaba el rostro del capitán.

—¿Y el tesoro, Poeta? —me preguntó. 

Sentí un profundo dolor en donde tenía la cabeza. Sombras pasaron frente mío y de nueva cuenta estaba en la cubierta del barco. Dormía. Intenté despertar. Y cuando estaba  por hacerlo mi alma ardió, se quemó. Aparecí, entonces, a los pies de un gastado cofre. Lo supe, que pese al delirio lo había encontrado. Que siempre supe dónde estaba. Que fueron mis propias manos las que hace tanto lo escondieron al mundo. 

La estancia estaba bajo tierra, apenas alumbrada por un par de antorchas. Me volvió el destello, la punzada en la cabeza, el sueño, el delirio. Incluso empecé a escuchar un océano de murmullos, de gritos y lamentos. Eran tantos que me pusieron sobre las rodillas. Nada les entendí. Eran otras lenguas, otros tiempos, que ante mi intrusión me querían devorar. 

Creí que lo harían. Cuando estaba por rendirme al desenlace, mis ojos lloraron sangre. No sabía qué rostro ver, qué alma escuchar, cuál vivir. No hizo falta que decidiera. El silencio volvió. La calma gobernó. Algo dentro de mí emergió. 

Una luz cayó desde lo alto, o desde lo más bajo, y fue a dar sobre el viejo cofre en el centro de la estancia.

En mi incertidumbre, no admiré a la sombra abrirlo con violencia y extraer el tesoro. Era un libro antiquísimo. Sus hojas estaban hechas con las de aquel árbol, su cubierta con la madera del mismo. La tinta roja carmesí, fulgurante, emanaba una respiración siniestra. Era el corazón de todas las almas, sus hilos, sus historias. Sus destinos. Lo tenía, lo tenía. Tan lejos y tan cerca. Así como aquella sombra, como su rostro robado. Como el alma perdida que nunca logramos encontrar.

El capitán celebró su hallazgo. Lo hizo con otra voz, una que hablaba en multitud. 

Abrió de golpe el libro y se materializó en algo que no terminé de admirar. Supe que tenía pelaje y ojos muy amarillos, intensamente amarillos y encharcados en sangre. Cuando leyó el contenido, su existencia se desinfló, aulló, y salió disparada al coro de una maldición. 

La mirada se me cayó, deseosa de una palabra de Verdad. Al caer frente al libro, abierto de par en par, me disculpé con Bruja y con toda alma a la que le hice un juramento. Decía: “XDDDDDD”. 

Y me volví a perder. Volví a soñar.




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