sábado, 20 de septiembre de 2025

El Niño y la Barca




En vano he intentado que esta sea una historia de piratas. Esto porque hubo una sola cuestión que logró encender el alma de Alfredo: la piratería. Así que primero necesito hablar de lo que él entendió por piratería. No será de corsarios, o filibusteros, porque Alfredo jamás prestó atención a estas causas. Jamás abrió un sólo libro de piratería, ni vio más allá de las fantasiosas historias del ratón y su monopolio. Habrá escuchado alguna canción, sí. Habrá, a lo mejor, visto algún dibujo sobre el Rey de los piratas. Lo que sí es seguro es que en algún lugar escuchó un viejo poema.

Encerrado en sí, no se dio la oportunidad de tirar del hilo curioso de la aventura. El poema se le perdió en el olvido. Si tú adviertes la sombra de la luna, y al igual que al gato te mata la curiosidad, te comparto un fragmento:  


“Son mi música mejor

Aquilones,

el estrépito y temblor

de los cables sacudidos,

del ronco mar los bramidos

y el rugir de mis cañones.


“Y del trueno

al son violento,

y del viento

al rebramar,

yo me duermo

sosegado,

arrullado

por el mar.


“Que es mi barco mi tesoro,

que es mi dios mi libertad,

mi ley, la fuerza y el viento,

mi única patria la mar.”


Entre la deformación de estos versos, del recuerdo de líneas que ahora son de otro poema, de uno que no se ha escrito y que tal vez nunca se escriba; Alfredo hizo de su causa ese anhelo por vivir sin banderas, en una tierra de nadie más que de él. Caminó en círculos que no llevan a ningún lado. Ha concluido que los viejos dioses han muerto, que efectivamente los mataron. Y de los nuevos más bien rehúye: el capitalismo es lo mismo que un Zeus desenfrenado, nos chinga a su antojo. El progreso, a sus ojos, lo es en función de quién pague el precio del porvenir. La tierra segregada por las banderas, sitiada por el miedo —y ya no decir odio— a la otredad.  

De tener el coraje que piensa no tiene, de ser hijo de otro tiempo, de realmente estar en otro tiempo; él sería el loco que se lanza a la mar. Pero el mar ya tiene dueño, lo mismo el cielo, las alturas. Y si tanto anhela la libertad —piensa bajo esta fría luna—, ¿por qué no simplemente lanzarse hacia ella? Alfredo concluyó, entonces, que toda atadura es insignificante ante la única e ineludible cadena.  

Tras encuadrar la resolución, Alfredo se sintió más ligero, más cercano a la libertad que tanto lo atormentó. Así fue como se embarcó al Caribe, a cualquier lugar del Caribe. Lo único que necesitaba era una playa apartada del tiempo. Vagó y vagó hasta dar con la deseada, aquella que parecía trazada bajo la sutil pincelada del realismo y su pulcritud. La arena era blanca, fina, casi vuelta polvo de estrellas. Sobre ésta las olas dibujaron la estela de nuestro cuento, brillan cual esporas de magia e incandescencia al tomar un baño de sol.  

Como todo ser errante esperó a la noche, a su confidencia, para consumar el acto. Con ansias esperó a que el océano lo devore, que con algo de suerte lo lleve hasta donde cantan las sirenas. Y si en esas puede elegir, pensó al sentir el ascenso de la marea, ¿por qué no apuntar a despertar en las aguas donde se izan las banderas negras? ahí donde vive la promesa de un mundo por descubrir.

Las olas lo reclamaron sin chistar. Alfredo se despidió de la noche, del aire humedecido. Antes de esa oscuridad total, carente de luces y de túneles, embriagante, densa, siniestra al punto de volverse polvo en los pulmones, veneno en la lengua, alcanzó a ver la luna llena. Moribundo, perdido entre tantos mundos, creyó escucharle cantar. Se despertó frente a un ancho río. Era el famoso “más allá”.  

Por sobre las aguas verdes, de fatuo fulgor, una densa neblina. Bajo suyo una tierra de huesos y polvo. Si bien el cuadro era fúnebre, desolador, Alfredo lo pudo haber encontrado muertamente hermoso de no haber sido por los dos canes. Tan negros, tan enajenados en su ladrido, ansiosos por arrancarle cada trozo de vida, que simplemente lo hicieron desfallecer.

No muy lejos de ahí, al mero borde del río, Alfredo alcanzó a ver un niño y una barca. Sin un paso fijo, sin realmente avanzar o avanzando cuando se tiene que avanzar, puede que cuando notase que el tiempo realmente no corre, y que él es un fantasma, un espectro hilado al viento que en algún momento, cual pétalo arrancado, simplemente voló; en algún punto se plantó frente al niño y la barca.

Lo llamó Pedro, como su padre. Era un niño escuálido, con pinta de ser enfermizo, débil.  De escasa carne, tenía un andar jorobado que remendaba con un remo. Alfredo lo creyó mudo, porque nada le escuchó decir, mucho menos le vio hacer. Y como él estaba más interesado en no vivir, ni existir, no se molestó por indagar más nada. Se contentó con que los perros lo dejaran en paz, y se sentó a contemplar la eternidad. Ajeno a Pedro, a la sombra en sus ojos. 

En el inmedible tiempo que pasó ahí, no llegó a ver el arribo del día, ni el ascenso de la luna. Sólo una oscuridad total, apenas enternecida por ese brillo de muerte y almas en pena. No quiso tocar nunca el río. Fue por miedo.  

A veces jugaba a que era una estatua, y como estatua se quedaba hasta que algún alma mísera lo perturbaba. Jugando a la estatua es que se volvió adicto a soñar. Soñar y soñar hasta extinguir cualquier ápice de realidad.

Alfredo empezó a tener con frecuencia el mismo sueño. Era uno en el que una extraña sombra lo persigue, lo acecha al desembarcar, tras de las altas pirámides que se pierden en lo profundo de la selva, en el transborde de Ermita a hora pico, al volver a casa, en el cañón del rifle que le cantó su última postal, en esa capucha insensible, ese tétrico instante en que el flash se extingue y el alma, irremediablemente, ha sido robada por la cámara en cuestión. Al alcanzarlo la sombra, al mirarla así como quien mira lo obvio, ve unos ojos que le recuerdan la noche, que por mágicos, o vacíos, dibujan a la luna en su plenitud. Esa sombra, inefable a la razón de Alfredo, es Pedro.  

Hubo una vez en que se despertó sin saber dónde despertaba. Lo hizo tosiendo agua, bajo el ladrido aplastante de los canes, todavía echado sobre los huesos y la tierra. Lo supo nada más enfocar el iris, antes siquiera de tomar posesión de sí. La sombra lo había alcanzado. Se incorporó. ¿Acaso estaba vivo? A saber, lo mismo si estaba soñando. Lo mismo si estaba penando, o pagando. El caso es que estaba y que los perros ladraban. Alfredo ahora intuye que no le ladran a él, sino a lo que hay tras su espalda. Ladran y ladran, vocean a la noche. Auguran su canto, atraen su quietud. 

Le vienen a la memoria los versos de un viejo canto de piratas. Busca al galeón, izar banderas, levantar anclas. ¿Dónde había dejado su ron?

En un movimiento ágil corrió a la barca. No se preocupó por Pedro, que con mocedad la preparó en un abrir y cerrar de ojos. Alcanzó el pie del río cuando el pequeño ya empujaba la embarcación. Ante lo que creyó un gesto afirmativo de la cabeza, trepó de un salto. Sin mirar atrás se adentraron en la neblina, despedidos a dueto por los canes.  

El río corrió neblina adentro, hasta ser la neblina lo único admirable, apenas coreada por los lamentos de las almas. Cuando de pronto Alfredo sintió un escalofrío, volvió la mirada al niño. Éste anunció que ya habían llegado. 

Disperso, incapaz de discernir la realidad, Alfredo alcanzó a murmurar en un enmarañado hilo de desesperación: 

—¿quiénes?

En ese momento arribaron dos proas con el choque del metal. La neblina se dispersó, revelando que se encontraban muy adentro en el mar. Las almas callaron, la noche era total, la luna casi completa. En el aliento muerto de la pólvora, admiró a Pedro clavarle una daga en el vientre, mientras con sus dedos fingía tener un garfio y gruñía hilarante. La mirada resplandeció ante la sangre empezando a chorrear, gota a gota, aliento a aliento, duda a duda. Alfredo no alcanzó a comprender.   

Unas últimas palabras le escuchó al niño antes de verlo saltar sobre él, antes de devorarlo con el espeso plumaje de quien custodia a las sombras y lo desconocido. Si cierras los ojos, si te embriagas de luna y magia, al cantar la mar puedes oír a Pedro susurrar: 

—Los piratas


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